La democracia representativa y sus problemas

Mexican President Andrés Manuel López Obrador arrives for his daily press briefing at the National Palace in Mexico City, Friday, April 12, 2019. (AP Photo/Marco Ugarte)

Daniel Adame Osorio

En el caso de las democracias representativas, que son las formas de gobierno predominantes hoy día, las decisiones son tomadas por representantes que deciden lo que los ciudadanos deben hacer como lo que no pueden hacer y los coaccionan para que acaten esas decisiones.

El significado que la literatura da a la representación es el actuar con el mejor interés del público. En el reto de garantizar que los gobiernos funcionen precisamente con base en los intereses de la sociedad y no los propios o de sólo cierto grupo de interés, es que se realizan constantes reformas al Estado.

Así, el problema se vuelve más fácil de dilucidar si en el diseño institucional definimos qué instituciones precisamente permiten al gobierno gobernar y cuáles consiguen que la sociedad controle esos gobiernos.
Y en el largo recorrido por lograr este objetivo, el de la construcción de normas que garanticen la verdadera representatividad, hemos transitado lo mismo por el despotismo, monarquía e inclusive democracia, hasta arribar al que denominaron los especialistas “gobierno representativo”.

La estructura de este tipo de gobiernos está caracterizada por los mandatarios, los que gobiernan, que son designados a través de elecciones; ciudadanos libres para discutir, criticar y demandar en cualquier circunstancia, pero que no están capacitados para ordenar qué hacer al gobierno; a su vez, el gobierno se encuentra dividido en órganos separados que pueden controlarse recíprocamente, y está limitado en cuanto a lo que puede hacer por una Constitución, al tiempo que los gobernantes están sometidos a elecciones periódicas.

Se optó por esta forma de gobierno preponderantemente porque al menos teóricamente es la que mejor garantiza que los representantes estén en condiciones de gobernar y los ciudadanos en la de vigilar que lo hicieran bien y pusieran a salvo los intereses de la sociedad.

Mediante la evolución política en las formas de gobierno y de democracia llegamos a los gobiernos aristocráticos y oligárquicos, en los que los pocos gobiernan sobre la mayoría, pero la sociedad tiene a su favor aparentemente que sus representantes y gobernantes son electos por ellos en forma periódica, lo que es distintivo de toda democracia.
Efectivamente, la democracia es representativa porque los gobernantes son electos. Pero incluso para que esto sea así, se requieren condiciones básicas: si las elecciones son libres y disputadas, diríamos hoy, competitivas; que la participación sea ilimitada, que los ciudadanos cuenten con libertades políticas. Teóricamente, esto garantizaría que los representantes y gobernantes actuaran anteponiendo el interés del pueblo.

La democracia deja de ser ese espacio representativo y se convierte en problema, al ceder su lugar a la construcción de un líder carismático al modo empleado por la literatura en (Yo, el pueblo) o (Qué es el populismo) y, paso a paso desmantela esa forma de democracia efectiva con un discurso incluyente pero predecible y con una formación política que, se distinga del resto de las opciones en el sistema de partidos y por último, ese dirigente conduce su personalismo por los canales del diseño institucional, a través del presidencialismo.

La épica de los ciudadanos comenzó el seis de junio para derribar en primera instancia al contador de esa historia y, en un segundo momento, vendrá la práctica efectiva de la competencia política para la restauración de la democracia representativa.

México vive la consolidación de una serie de reformas político-electorales desde 2014 que tiene como resultado la disputa por la titularidad del Ejecutivo que en 2018, es competitiva entre distintos partidos políticos.

La esencia en el argumento que nos brinda la literatura es que históricamente el sistema parlamentario ha logrado generar democracias estables, destacando una serie de problemas que los regímenes presidenciales encierran, causantes de democracias inestables y poco consolidadas: el primer argumento versa sobre la disputa y competencia de legitimidad entre el presidente y la asamblea o congreso, pues, al elegirse ambos por voto popular, ambos pueden considerarse legítimos independientemente del otro. “No hay ningún principio democrático que pueda resolver las disputas entre el ejecutivo y la legislatura acerca del cuál de los dos representa realmente la voluntad del pueblo”.

El segundo problema es sobre el periodo fijo del mandato presidencial que, por su rigidez, inhibe la capacidad de desarrollar proyectos significativos por el tiempo escaso, así como depender del plazo establecido en la ley para remover al presidente que pierda legitimidad y apoyo, tanto en el congreso como la percepción de la sociedad.

El tercer punto aduce que el presidencialismo tiene una lógica de ganador único que no es favorable para la estabilidad democrática, pues cuando se logra la victoria de la elección se asegura el mandato por el tiempo legislado, que en México es de seis años, lo cual conlleva a ignorar el proceso de construir coaliciones y apoyos de la oposición para fortalecer su plan de gobierno.

El cuarto problema, es que “el estilo presidencial de la política” es menos favorable para la democracia que el parlamentario, pues al presidente se le exige cumplir la doble función de ser jefe de Estado y jefe de gobierno a la vez, lo cual abruma al titular del Ejecutivo y al mismo tiempo lo tienta a mantener una actitud intolerante hacia la oposición.

Destaca que uno de los principales problemas del presidencialismo en México recae en las amplias competencias administrativas, legislativas y decisionales que nuestro texto constitucional confiere al titular del Ejecutivo federal, pues esto incentiva que se aleje de los reclamos de la oposición y las demandas sociales. La historia del presidencialismo en México nos muestra los excesos del poder y sus consecuencias.

En efecto, son esos excesos los que deslegitiman tanto al poder ejecutivo como al sistema político en su conjunto; damos la razón a la literatura cuando se refiere al “estilo presidencial de la política” como una desventaja en la estabilidad de la democracia mexicana.

Ese estilo presidencial de la política queda confrontado hoy con la realidad que, es el contrapeso que importa y, la sumatoria de elecciones del 6 de junio apunta hacia una distribución del poder político más enriquecida por la diversidad que es nuestro país.

El hecho mismo que la coalición gobernante no logra la mayoría calificada en el congreso es un testimonio vivo de la obligación de los dos poderes electivos para servir a los ciudadanos y no viceversa.
Representa además la victoria de la política basada en la negociación que, cuestionó el personalismo presidencial con el voto de los electores que, optaron por darle su lugar principal a la cámara de diputados como la casa de los acuerdos parlamentarios.